26/12/19

Es el sistema, Watson, el sistema.


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Esta tarde, unos meses después de haberse publicado en la revista El estornudo, leí el artículo El problema es la gente, de Juan Orlando Pérez. Desde las primeras líneas, el autor nos dice que la gente -o sea, quienes residen en la isla- y no el sistema, constituyen el problema. Otros pueblos del planeta salieron a protestar contra sus opresores. Algunos consiguieron derrocarlos. En cambio, los cubanos se resignaron desde hace ya mucho tiempo, incluso cuando las tiranías de otras regiones fueran mucho más cruentas que las más de seis décadas de carencias, racionamientos, bolsa negra, corrupción, doble moral e  insorportable propaganda política que han vivido los habitantes de la Mayor de las Antillas.

El razonamiento no es nuevo. De hecho, tiene una historia que incluiría, como otra cara de la moneda, un texto como El socialismo y el hombre en Cuba (1965). Guevara acusaba a la población cubana de conservar la ideología egoísta del pasado en el presente revolucionario. Un presente que demandaba una mayor conciencia hacia el esfuerzo colectivo. La dirigencia política, para Guevara, era una avanzada que tenía una excelente comunicación con las masas. En cambio, había que concientizar a las clases trabajadoras, ya que sus valores individualistas conspiraban contra la gestación de la nueva sociedad.

Unos años antes de que Guevara culpara al egoísmo de los cubanos de a pie por los desaciertos económicos del primer lustro revolucionario, Virgilio Piñera, en su relato La carne mostraba a una población incapaz de enfrentarse al poder. En lugar de acudir a alguna forma de protesta con la cual pudiese lograrse que reaparecieran los productos cárnicos, Ansaldo, el protagonista, tuvo la ocurrencia de hacerse un filete con una de sus nalgas. El alcalde elogió públicamente la iniciativa y todos los ciudadanos, siguiendo el ejemplo de Ansaldo, comenzaron a engullir sus propios cuerpos de un modo carnavalesco, con avidez, como si los platos confeccionados con los dedos de sus pies, sus labios, sus senos y sus orejas fuesen exquisiteces extraordinarias. 
Aunque el cuento es trágicamente profético en lo que respecta a la falta de carne, fue escrito en 1953, durante el primer año del inconstitucional gobierno de Batista, cuando el pan con bistec costaba una peseta en cualquier esquina. No es descabellado pensar que Piñera criticaba la pasividad con la que el pueblo cubano había digerido el golpe de Estado de marzo de 1952. La maldita circunstancia del agua por todas partes engendraba seres indolentes. Sin embargo, por muy fascinante que resulte el relato de Piñera -una indispensable joya de la literatura cubana- habría que convenir en que el autor de La Isla en peso se equivocó: en definitiva, si bien no de un día para otro, el pueblo cubano logró derrocar al General Batista, como mismo las presiones populares y las acciones concertadas de los opositores políticos hicieron que cayera Gerardo Machado, en 1933.
Siete décadas después del relato de Piñera, los cubanos parecen comportarse de un modo similar al de los personajes del cuento. Escuchan a Díaz-Canel anunciando nuevas restricciones, musitan algunos improperios y acto seguido van a regocijarse con una telenovela brasileña. Así más o menos ha ocurrido desde los primeros años revolucionarios. Si se descuenta el Maleconazo de agosto de 1994, las protestas en las calles han sido protagonizadas por unos pocos, casi siempre opositores políticos o artistas que han pagado un alto precio por sus osadías. Esas escaramuzas cívicas apenas han tenido repercusión en la sociedad. Han encontrado poco respaldo, indiferencia e incluso desconfianza entre los cubanos de a pie. ¿Qué ha ocurrido?  El sistema.
  
Sí, el sistema. El sistema y no la gente. El socialismo cubano, aunque pueda discutirse cuán cruento es, resulta infinitamente más opresivo, mucho más anquilosado y resistente que las dictaduras anteriores. Se apoya en la represión económica a los ciudadanos, en la precariedad del capital privado nacional, en una abrumadora propaganda política y en organizaciones masivas encargadas de vigilar a los individuos e inmiscuirse en sus vidas privadas. Cuenta con tres piezas inamovibles: las Fuerzas Armadas Revolucionarias, totalmente bajo el control de la dirigencia política, los servicios de inteligencia y la prensa nacional, totalmente maniatada.
Gran parte de los cubanos viven en condiciones paupérrimas, en gran medida dependientes de las migajas que todavía les concede el gobierno, sin espacios políticos desde los cuales puedan expresar su descontento. Sin duda tienen conciencia de sus penurias, pero el sistema social no les ha dejado muchas otras alternativas que subsistir gracias al mercado negro, los chistes populares, la sexualidad desenfrenada, las borracheras, los chismes y las ayudas financieras que reciben de sus parientes en el extranjero. Han tenido que inventar, delinquir, victimizarse, prostituirse o ver cómo diablos pueden largarse del país. Si se han resignado no se debe, como acaso pensara Piñera, a una falla de la idiosincrasia, sino a un poder que, durante más de seis décadas, les ha inoculado una indefensión aprendida. Responsabilizar a los cubanos de la isla por no haberse enfrentado más resueltamente al gobierno, es como culpar a los judíos por apenas haber desafiado a los nazis en la tristemente célebre Kristallnacht o a los ciudadanos de Corea del Norte por aplaudir multitudinariamente a su máximo líder.

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