Una campesina carga una silla por un lomerío. Se dirige a un sitio recóndito. Pronto sabremos que alguien le ha asignado la tarea de vigilar, durante tres días, a un escritor homosexual que vive en un abrumador desamparo. La joven tiene el cometido de impedirle que vaya a sabotear un evento al que asistirán invitados extranjeros. La silla le servirá para sobrellevar, sentada, las horas a la intemperie, en un paraje solitario, frente a la precaria casa del disidente.
Los realizadores de Santa y Andrés encontraron oportuno comenzar el filme con unas breves palabras, que vendrían a ubicar la historia en el contexto de la Cuba de la primera mitad de la década de 1980, en una sociedad que marginó tanto al escritor contestatario como al homosexual. Aun así, la situación que presenta la escena inicial es tan absurda que podría resultar desconcertante para quienes no estén familiarizados con la realidad cubana y probablemente suscite la incredulidad de quienes todavía ven la Revolución como un proyecto humanista, incesantemente calumniado por la propaganda de las transnacionales de la información. Los que vivimos en Cuba, y conocimos los muchos disparates que desde muy temprano caracterizaron a aquella revolución, posiblemente comencemos a preguntarnos si se trata de una historia basada en hechos reales.
En cualquier caso, el espectador -que necesariamente asiste
a la sala cinematográfica con una posición política prejuiciada hacia el régimen cubano- parecería demandar
que la escena inicial del filme, en lo que contiene de absurdo, fuese legitimada por cierto apego a una verdad
histórica. Una de las primeras sorpresas que nos depara Santa y Andrés consiste en que esta exigencia de que la
ficción tenga que relatar algún acontecimiento históricamente verificable queda relegada a un segundo plano. De inmediato se impone el drama
de dos personas marginadas, impelidas a comunicarse, a establecer vínculos
afectivos y a crear complicidades frente a las posiciones de poder.
Los tanteos, la
desconfianza y los ademanes vacilantes desde los cuales los protagonistas procuran relacionarse (pasando por
encima de las diferencias ideológicas y los prejuicios morales), es lo que
verdaderamente se erige como una crítica al proyecto social iniciado en enero
de 1959.
El segundo giro imprevisto del filme es que la campesina
-quien al menos en un principio cree en la ideología dominante- es una
figura todavía más oprimida que el escritor disidente y homosexual. Este último,
desencantado de la sociedad y viviendo en condiciones paupérrimas, aun
dispone de su manuscrito, aunque tenga que escribirlo de forma clandestina, de
su sexualidad -que también debe satisfacer a escondidas-, de su adicción al
alcohol y de su pasado, que atesora en una fotografía. Santa, en cambio, lleva
una existencia monótona, inmersa en faenas que parece desempeñar sin mucho
entusiasmo, intentando infructuosamente ganarse las simpatías de un hombre que
la desprecia, la coacciona y no tiene interés en continuar una relación
afectiva con ella. Incluso su pasado está signado por una experiencia que ella evita
evocar. Andrés le permite encausar su necesidad de sentirse útil
para otra persona, en definitiva tan desamparada como ella misma. El escritor disidente intenta hacerle más
llevadera su tarea de vigilarlo y más tarde está dispuesto a aceptar, dentro
de los límites de su orientación sexual, sus expresiones de afecto.
El encuentro malogrado entre estos dos subalternos es una de las críticas más contundentes que puedan hacérsele al proyecto social
cubano. La revolución, que hizo extensivos algunos beneficios –como la
salud, el disfrute de la lectura y la enseñanza- a
grupos sociales tradicionalmente oprimidos, también impuso un horizonte ideológico
excesivamente adusto, que inducía al sentimiento de estarle en todo momento agradecido al gobierno, que conminaba al temor hacia el que pensaba distinto, a aceptar el poder de convicción de las poses machistas y a la creencia en que inmiscuirse
en la vida de los otros era una responsabilidad ciudadana. Santa encarna al sujeto formado bajo dichos horizontes ideológicos. Su amistad con
Andrés, sin ser del todo correspondida –el escritor nunca deja de verla con
desconfianza-, tiene el aire de una transgresión y una revelación. Le permite vivir
en carne propia el carácter deshumanizado de aquella revolución “de los
humildes, por los humildes y para los humildes”.
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