Al escritor disidente Reinaldo Arenas le debemos un admirable relato sobre las congregaciones masivas en el más de medio siglo de la llamada Revolución Cubana. Su cuento Comienza el desfile capta el entusiasmo de la celebración colectiva, con las banderas amarradas a los cujes o a los palos de las escobas, con la gente que agita los sombreros y viene desde lejos para sumarse al festejo. Es un momento de exaltación que incluso favorece la atracción física entre las personas: “Te miro. Te veo con ese uniforme deshilachado, caminando entre el tropel de la gente y de los caballos”.
En
contraste con la descripción de Arenas, el desfile por el Primero de Mayo es un
evento acartonado, que parece pertenecer a un momento histórico lejano, como si alguna malévola máquina del tiempo se empecinase en devolvernos a la primera mitad de
los años setenta. Faltaban las vallas con los perfiles de Marx, Engels y Lenin;
pero, al igual que hace cuatro décadas, se repetían las pancartas, las tonadas y
las consignas triunfalistas en las que ya nadie cree.
Sorprende el carácter multitudinario del evento, sobre todo cuando la inconformidad generalizada hacia el gobierno cubano es un lugar común.
¿Por qué todavía uno puede tropezarse con miles de personas dispuestas a participar en esa farsa colectiva? El hecho de que el desfile sea socialmente aceptado como una representación en la que nadie cree, contribuye paradójicamente a garantizar la masividad del evento. El cubano de a pie está consciente de que su presencia en la Plaza de la Revolución es parte de una histriónica puesta en escena que no tiene nada que ver con sus verdaderas opiniones políticas, que a menudo reserva para la intimidad de sus hogares. Las miles de personas que asisten a las marchas lo hacen porque en ellos prevalece la convicción de que el desfile no es lo que parece ser. Sin la creencia en este sentido de representación falaz probablemente muchos de los que ahora desfilan se mantendrían al margen de un evento semejante. Es decir, si los cubanos verdaderamente estuviesen convencidos que con su presencia dan su apoyo al gobierno, entonces lo que se tendría sería un sorprendente nivel de abstención.
Sorprende el carácter multitudinario del evento, sobre todo cuando la inconformidad generalizada hacia el gobierno cubano es un lugar común.
¿Por qué todavía uno puede tropezarse con miles de personas dispuestas a participar en esa farsa colectiva? El hecho de que el desfile sea socialmente aceptado como una representación en la que nadie cree, contribuye paradójicamente a garantizar la masividad del evento. El cubano de a pie está consciente de que su presencia en la Plaza de la Revolución es parte de una histriónica puesta en escena que no tiene nada que ver con sus verdaderas opiniones políticas, que a menudo reserva para la intimidad de sus hogares. Las miles de personas que asisten a las marchas lo hacen porque en ellos prevalece la convicción de que el desfile no es lo que parece ser. Sin la creencia en este sentido de representación falaz probablemente muchos de los que ahora desfilan se mantendrían al margen de un evento semejante. Es decir, si los cubanos verdaderamente estuviesen convencidos que con su presencia dan su apoyo al gobierno, entonces lo que se tendría sería un sorprendente nivel de abstención.
El desfile
forma parte de lo que el sociólogo norteamericano James R. Scott denominó “transcripciones
públicas”. Según Scott, en las transcripciones públicas los encargados de
administrar el poder aspiran a imponer la imagen de un orden social estable y
unificado. Un orden que se ofrece como la mejor alternativa posible frente al
resto de las opciones políticas, que las transcripciones públicas se encargan
de presentar como desunidas y motivadas por actitudes éticas
reprobables, como el egoísmo o el afán de poder.
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