30/10/23

El último

El artista dio por inaugurada su exposición. No asistió nadie. En realidad, nadie se enteró de la muestra. Había pasado los últimos meses encerrado en su apartamento, sin siquiera comunicarse con sus amigos más cercanos. No invitó a nadie a la exposición y se sintió aliviado de que ningún vecino viniese a interrumpirlo. La exposición era para sí mismo. Así lo había planeado. Tenía una poderosa razón para ello. Aquella misma noche, en cuanto oscureciera, se marcharía ilegalmente del país. La idea era dejar aquella muestra más bien como un legado. ¿Para quién? No sabría decirlo. Tal vez ni siquiera hubiese quienes llegaran a preguntarse si sus trabajos eran o no obras de arte. 

Había pensado la muestra como un homenaje a un artista del pasado siglo. 
Era un adolescente. Recién comenzaba sus estudios en la escuela de arte cuando asistió a una galería privada (la única que por aquel entonces existía en el país). Entre el público, integrado por una veintena de jóvenes, vio aparecer al artista. Lucía una camisa estampada y unos pantalones rojos. Antes de subirse a un andamio, se acomodó sus espejuelos de pasta negra. Se rascó las patillas. Miró hacia arriba por unos segundos, como dubitativo. Una vez en el andamio, tomó un martillo y comenzó a destruir el techo de la galería. 
Ahora, varias décadas más tarde, pensó en repetir ese gesto, como un homenaje a aquel artista de antaño. No tuvo ocasión de hacerlo. Pudiera decirse que el tiempo se le anticipó. Unos días antes, cuando ya lo tenía todo previsto, el techo de su apartamento se vino abajo. La herrumbre de las cabillas no pudo soportar más. Escuchó varios crujidos y enseguida advirtió que el techo iba a desplomarse. Se apresuró a salir del recinto. Logró hacerlo antes de que las grietas se deshiciesen en pedazos, que desataron una inmensa polvareda. No pudo hacer el homenaje que tenía entre manos, pero desde entonces durmió impasiblemente bajo el cielo estrellado. Contemplaba el ancho boquete con el alivio de que ya no habría techo alguno que pudiera venírsele encima. No se molestó en intentar reparar el apartamento. Fue entonces cuando que se le ocurrió que de todos modos podría hacer una exposición. Durante varios días amontonó todos los desperdicios en las esquinas del cuarto. Barrió el polvo lo mejor que pudo. Cuando terminó, en un atardecer caluroso, inauguró finalmente la muestra. Permaneció sentado en el suelo durante un rato, inmóvil. Contempló los montículos de escombros como si fuesen obras maestras exhibidas en una retrospectiva de su trabajo. Luego tomó el neumático de un tractor, que conservaba celosamente guardado dentro de un nylon. Lo sacudió y salió a la calle. Esa sería la balsa con la que se marcharía definitivamente del país. Caminaría hasta la costa y se lanzaría al mar. 
La idea de que lo descubrieran tratando de emigrar ilícitamente no le preocupó en lo más mínimo. Nadie iba a verlo. Sabía de antemano que las calles estarían totalmente a oscuras. Por un momento recordó un chiste popular. “El último que se vaya que apague el Morro”. Pensó que aquella broma carecía por completo de sentido y no en balde ya no causaba tanta gracia. El Morro estaba apagado desde hace meses. Era una ventaja, ya que en el pasado los que emigraban debían cuidarse de no ser avistados por las luces del faro. 
Atravesó las calles oscuras. Estaba consciente de que nadie encendería ningún teléfono móvil que viniera a aportar un poco de luz. Ninguna vela podría verse desde las ventanas porque ya no había modo de conseguirlas en el mercado negro. Tampoco esperaba tropezarse con algún automóvil en circulación. La gasolina había dejado de venderse el año anterior. El transporte público también había quedado totalmente paralizado. Se había acostumbrado a caminar a sus anchas por las avenidas. Sin embargo, en esta ocasión, encontró sorprendente no escuchar a nadie en los balcones o en las terrazas. No menos inquietante era que no hubiese jóvenes sentados en las aceras o en grupos, discutiendo sobre alguna banalidad. Aquella noche no vio ninguna sombra escabullirse entre los matorrales. Miró el litoral y tampoco vio a nadie. Ni siquiera un transeúnte ocasional. Hasta las calles donde solían merodear las prostitutas estaban totalmente desiertas. Sintió el inusual disfrute de prestarle atención al silencio. Escuchó con más nitidez el susurro de las olas, pausado y repetitivo. Le infundían un poco de tranquilidad. Se acordó de las tardes en que hurgaba en los ceniceros para encontrar colillas de cigarros. Comprendió que si llegase a encontrarse alguna sería un verdadero milagro.

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