19/5/22

Las nuevas medidas de Biden

Tengo la sospecha de que la gran mayoría de los cubanos −incluyéndome a mí mismo− desconocemos las complejidades relacionadas con el embargo comercial de los Estados Unidos hacia Cuba. Lo que sí no puede discutirse es que el embargo se ha prolongado por más de seis décadas, si aceptamos que se inició en el verano de 1960 o tal vez unos meses antes. Esta longevidad es motivo suficiente para pensar que se trata de una política que cuando menos debiera revisarse drásticamente. 

El embargo posiblemente hubiese sido mucho más breve si los cubanos hubieran podido participar en elecciones democráticas. Pero eso es como pedirle peras al olmo. El malestar de la población no pudo canalizarse en las urnas. La última vez que se ejerció el sufragio universal en la Isla caribeña fue en 1948. De las personas que votaron en aquellas elecciones solo deben quedar unos pocos nonagenarios. 

 El embargo tal vez hubiese sido muy exitoso si Estados Unidos hubiese conseguido un respaldo mundial más concertado. Históricamente está el ejemplo del régimen sudafricano, que tuvo que ceder ante sanciones comerciales establecidas internacionalmente. En los días que corren, la repercusión del embargo hacia Rusia, respaldado por un conjunto de naciones que tienen gran protagonismo en la economía mundial, ha sido inmediata. Desafortunadamente, el embargo norteamericano hacia el régimen totalitario de La Habana solo ha conseguido un tímido respaldo internacional a lo largo de más de seis décadas. El embargo incluso ha dividido a la diáspora, a pesar de que los millones de inmigrantes cubanos coinciden en aborrecer a los sátrapas que oprimen al país. 

 Si las sanciones comerciales norteamericanas se han prolongado por tanto tiempo es porque por sí mismas son insuficientes para producir un cambio social en Cuba. El embargo estadounidense resulta inoperante si no forma parte de un engranaje más amplio, que debiera incluir la construcción de alianzas internacionales más sólidas o esfuerzos del régimen encaminados a una democratización de la sociedad cubana. Hoy no tenemos ni una cosa ni la otra. El gobierno norteamericano sigue estando bastante aislado en sus políticas y luego de 62 años de embargo, en Cuba no existe ni libertad de prensa, ni partidos opositores legalizados, ni un capital privado nacional que pueda respaldar a la disidencia. 
 
Como han dicho sus detractores, las recientes medidas de Biden vienen a ofrecer un balón de oxígeno a un régimen cada vez más ahogado. De acuerdo, pero esas mismas medidas están destinadas a empoderar a los ciudadanos cubanos y sobre todo a favorecer a la empresa privada. Las políticas de deshielo, ensayadas por los presidentes Carter y Barack Obama, no solo contribuyeron a aumentar los ingresos de la dictadura. También ayudaron a que el malestar popular se expresara públicamente, en lugar de permanecer encerrado en el dominio de lo privado. Los vuelos comunitarios iniciados bajo el mandato de Carter ayudaron a descorrer la cortina de hierro que había impuesto el gobierno cubano. Las visitas de los familiares permitieron ver cuán engañadas estaban muchas personas sobre las condiciones de vida fuera de Cuba. Los intercambios entre los emigrados y los cubanos residentes en la Isla acentuaron el descontento que condujo a la crisis migratoria del Mariel. El deshielo de Obama, por otra parte, propició que los ciudadanos tuviesen un mayor acceso al internet. 

 No cabe duda de que el estallido social del 11 de julio fue totalmente espontáneo. Visto desde el presente, a tono pasado, era por completo predecible. Hubiese podido vaticinarse en los meses anteriores, en los centenares de insubordinaciones que se captaban desde teléfonos móviles, en el rechazo público hacia las formas de represión policial que filmaban los vecinos y transeúntes y en las opiniones que cada vez con mayor frecuencia los ciudadanos se atrevían a expresar en la red. El estallido social, en apariencia improvisado, se sufragó lentamente, durante años, con los millones de dólares con los cuales los cubanos de la diáspora han recargado los celulares de sus parientes y amigos. Con todo ese dinero se consolidó una opinión pública que pudo expresarse, no ya en la esfera privada, sino en ese espacio público y global que es el internet. Todos esos millones de dólares con los que se recargan los celulares posiblemente se inviertan en más patrulleros, más gases lacrimógenos y más porras policiales, pero el 11 de julio permitió ver que, aunque estuviese armada hasta los dientes, la dictadura es políticamente muy endeble. Gracias al internet, la población se sintió empoderada. Los cubanos pudieron construir relaciones de solidaridad y gritar al unísono, incluso cuando viviesen en lugares geográficamente distantes. El 11 de julio también contribuyó a que aumentasen las simpatías internacionales hacia el pueblo cubano, mientras se desinflaban las visiones románticas e izquierdosas sobre la Revolución. Todo eso se consiguió con el mismo dinero que recibe ETECSA y que tal vez la dictadura use robustecer su maquinaría represiva. 
No se equivocan los que piensan que las medidas de Biden serán una inyección de dinero para el régimen cubano. Lamentablemente, este parece ser un mal necesario ante el imperativo de empoderar a la población y hacerla menos dependiente del gobierno. Es posible que millones de personas, empujadas por las penurias cotidianas, consigan alzarse contra una dictadura contemporánea y eventualmente cambiar la sociedad. Es posible, pero más bien parece una expectativa fantasiosa. 

En un país democrático y abierto a relaciones internacionales más plenas, las protestas populares tendrían muchas más oportunidades de deponer a un presidente electo en las urnas. En un régimen totalitario, que además le ha declarado la guerra al capital privado nacional y a la libertad de la prensa, las protestas populares, si llegasen a ocurrir, parecen condenadas al fracaso. Basta reparar en cómo el gobierno de Nicolás Maduro doblegó a los millones de ciudadanos empobrecidos que salieron a protestar durante varios meses, en manifestaciones organizadas a lo largo de toda Venezuela por partidos políticos opositores que contaban con gran cantidad de escaños en el congreso. Sometidos a unas condiciones de vida paupérrimas −además de estar desprovistos de derechos legales− los judíos de la Alemania Nazi apenas se atrevían a alzar la voz. Aunque pudiesen caerse a golpes unos a otros para disputarse una magra ración de alimentos, marchaban multitudinariamente, y de manera obediente, hacia las cámaras de gas en las que serían exterminados. 

 Sumidos en la miseria, los cubanos se congregan en los alrededores del mercado de Cuatro Caminos para hacer colas de veinte cuadras de largo. Tal vez ni siquiera se les ocurra aprovechar la aglomeración para ponerse a gritar consignas antigubernamentales. Con el estómago vacío lo más urgente es tratar de alimentarse y dejar el enfrentamiento al poder para otra ocasión.

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