I
Ese día nos
despertamos temprano. Ya desde el amanecer se escuchaba aquella canción
patriótica en los altavoces. Mi madre preparó el desayuno. Un vaso de café con
leche, un huevo hervido. Salimos a la calle. Mi hermano, mi madre y yo, junto a
muchos otros de nuestros vecinos. Caminaríamos hasta una avenida y allí nos
uniríamos a otros centenares de personas. Marchábamos rumbo al mar, bajo la
mañana centelleante. Yo tenía el hábito de entrecerrar los ojos o alzar mi codo
para cubrirme la cara contra el fulgor del sol. Miles y miles de personas
lanzaban consignas, traían banderas y letreros, traían sombreros de guano y
gorras. Vestidos con humildad, coreaban algo a veces, en ocasiones bromeaban,
lanzaban gritos al aire y repetían Fidel, Fidel, Fidel. Algunos extranjeros
estaban allí. Hacían preguntas y les gustaba perderse entre la multitud.
También había cámaras de televisión.
Yo tenía ansiedad por
llegar a la casona de dos plantas. Suponía que podría ver a los miles de
personas hacinadas en el jardín, detrás de la cerca de perle. A medida que nos
aproximábamos, el desfile se volvía más lento, la muchedumbre más compacta, más
claustrofóbica, la visión más inaccesible. Hasta que de pronto, en la lejanía,
reconocí el techo de tejas y un ventanal salvajemente destruido. Allí, sentado
en el techo a dos aguas, pude distinguir a un mulato en camisetas con una larga
melena. ¿Qué hacía allí aquella figura solitaria? No alcancé a ver al resto de
los antisociales, a la escoria, los vagos, a los homosexuales. Estaba
decepcionado, como si toda la caminata hubiese sido una miserable pérdida de
tiempo. Eran más o menos las dos de la tarde. Yo quería almorzar algo y quería
sentarme a descansar un rato. Pero todavía quedaba el camino de regreso, cuando
la muchedumbre comenzaría a dispersarse, cada uno rumbo a su casa.
II
Semanas atrás la
prensa cubana informó que, en un par de días, entre mil quinientas y tres mil
personas entraron en la embajada peruana. Más tarde supe que en los diarios
internacionales se dio la cifra de cerca de once mil. Sigo sin explicarme cómo
tantas personas pudieron caber en aquel espacio. Fidel Castro había pronunciado
un discurso. Hablaba con su usual voz quebradiza, con ademanes enérgicos, como
si deshiciese un agravio personal, como si hubiese sido víctima de alguna
traición. Los que entraron en la embajada eran la escoria de la sociedad: los
homosexuales, los delincuentes, los antisociales, los parásitos. El primer
ministro pedía fervientemente que se fueran todos aquellos indeseables. No los
necesitaban. Comenzó a enumerar las tipologías de los desafectos. Remataba sus
frases con un soberbio: “Que se vayan. Que se vayan”. “Que se vayan”,
vociferaba. “Que se vayan”, replicaba al unísono la multitud.
III
En los vecindarios,
los comités de defensa ofrecieron unas planillas. El que quisiera irse sólo
tendría que llenar ese formulario. Teresita fue una de esas personas. Se dirigió a
su comité. Pidió uno de aquellos papeles. Al día siguiente la expulsaron del
trabajo. Una amiga de su centro laboral la llamó por teléfono. Le avisó que
irían a hacerle un mitin. Teresita sólo atinó a cerrar las persianas de su
apartamento en el segundo piso y encerrarse en el baño con su perrita. Su hijo
estudiaba en el noveno grado y quería ser aspirante a la Unión de
Jóvenes Comunistas. Cada noche, junto a un colega de su aula, leía El
Capital. Teresita me miraba y abría sus grandes, bellos ojos, en un gesto que
oscilaba entre la burla y la resignación. Aquel colega de lecturas marxistas
fue el primero a la hora de organizar el acto de repudio. Una turba de
estudiantes se unió a los empleados de la Biblioteca Nacional,
donde trabajaba Teresita. Finalmente aparecieron algunos vecinos. Alguien me
comentó que se congregaron unas setecientas personas. También me contaron que
hubo quienes lanzaron piedras contra el segundo piso y trataron de romper la
puerta. En la terraza del edificio de al lado estaba Samuel, junto a dos vecinos.
Había sido amante de Teresita y luego un amigo incondicional. Estaba allí con los
brazos cruzados alrededor del pecho, con su bigote negro y su calvicie, mirando
a la multitud, sin decir nada, cabizbajo. Bastaba verlo allí para percatarse
que esa era una atrevida manera de exhibir su solidaridad con la persona
querida.
IV
Ninguno de los hijos de Teresita quiso marcharse del país. Ella renunció a su solicitud de salir de Cuba. Llegó a pesar menos de cien libras. Durante meses tuvo miedo a regresar a su propio apartamento. Pasó unos días en casa de su madre hasta que su padrastro la expulsó de allí. Pronto comenzó a recibir tratamiento psiquiátrico. En la escuela secundaria, durante el matutino, el director elogió el comportamiento ejemplar de su hijo, que había optado por quedarse en el país. Le pidió que subiera a la tarima. Desde la hilera de estudiantes en la que me encontraba, vi su cara enrojecida de vergüenza. No pudo contener las lágrimas. Por alguna razón mis piernas temblaron. El hijo desistió de su idea de ingresar en la Unión de Jóvenes Comunistas. Hasta donde sé, nunca más le dirigió la palabra al colega que contribuyó a organizar el acto de repudio. Muchos años más tarde vendió su apartamento y gestionó un pasaje de avión para irse del país. Su idea era llegar al aeropuerto de Madrid y pedir asilo político. Antes de partir, me dio un beso en la mejilla, me abrazó y se echó a llorar.
De alguna manera
se supo quién alertó a Teresita sobre la inminencia del mitin. Enseguida la
despidieron del trabajo. Samuel se ahorcó una mañana de diciembre de 1981. La
noche anterior visitó mi apartamento. Tocó algunas canciones de The
Beatles en la guitarra. Habló de amistad, gratitud y despedida. Su
tono fue seguramente solemne porque mi madre lo interrumpió con un “no jodas,
Samuel”. Yo recuerdo perfectamente el crepúsculo en el que supe que nunca más
volvería a verlo. ¿Y aquellas personas que se unieron para gritar delante de
aquel edificio de mi barrio? ¿Cuántos estaban convencidos de construir una
sociedad más justa? ¿Cuántos creyeron que la cólera y la indignación eran
totalmente apropiadas en aquellas circunstancias? ¿Cuántos de ellos se marcharon de Cuba, resentidos y
arrepentidos? ¿Cuántos habrán lamentado estar allí, aquella mañana? ¿Cuántos
olvidaron aquel episodio, tal vez intrascendente en sus vidas personales? Nunca
me enteraré porque “la Reina, la Bruja que enciende la brasa en la olla de
barro, nunca querrá contarnos lo que ella sabe y nosotros ignoramos”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario