
Innecesario decir que el encarcelamiento de Luis Manuel Otero
Alcántara es un acto intimidatorio. Evidencia las frustraciones de los aparatos represivos del Estado ante el problema de la
socialización del arte y su propagación a través del internet. Para colmo,
estas prácticas proporcionan cierta legitimidad al artista. Incluso
el cantautor oficialista Silvio Rodríguez ha recordado, como una manera de
defender las creaciones del joven disidente, que el arte es esencialmente provocador.
¿Qué ocurriría en caso de que las acciones de Otero Alcántara no se entendiesen como manifestaciones del arte contemporáneo? Supongo que los procedimientos legales serían todavía más embarazosos y más difíciles de justificar ¿Cuál podría ser el delito de lucir un casco de constructor con un letrero que alerte sobre derrumbes o besar a su pareja como parte de una protesta colectiva contra la censura de una escena fílmica? Bajo el régimen cubano no son las imágenes artísticas que se exponen en las galerías -donde las críticas al poder están hasta cierto punto consentidas- las que resultan perturbadoras. Las creaciones verdaderamente inquietantes son aquellas en las que se difuminan las distinciones entre el arte y la vida cotidiana, las que se apoyan en las posibilidades de socialización que admiten actos efímeros, a los que, con un poco de ingenio, pudieran atribuírseles sentidos menos convencionales. No haría falta ser un egresado de las escuelas de arte o estar familiarizado con las complejidades conceptuales del arte contemporáneo para realizar este tipo de obras. La frase de Joseph Beuys “cada hombre, un artista” deviene en una declaración política porque los aparatos represivos del Estado la perciben -seguramente con razón- como una amenaza potencial contra el orden imperante.
Hace solo unos pocos años, el gobierno aspiraba a controlar las calles (me imagino que los servicios de inteligencia sobrentendieran que la gran mayoría de los cubanos maldicen a la alta dirigencia del país en el espacio privado). Ahora es la estética relacional lo que la policía política enfrenta prioritariamente. Incluso unos amigos que organicen un evento artístico en un espacio doméstico podrían desestabilizar peligrosamente el funcionamiento de la sociedad. Estas amenazas parecen más temibles que las actividades que preparan los grupos políticos opositores, que acuden a formas de protesta más predecibles y convencionales. En el contexto cubano la estética relacional tiene mucho de explosiva. Solo dentro de los circuitos de distribución controlados por el Estado -en los que las instituciones culturales ofrecen la recompensa de acceder al mercado internacional- el impacto social del arte contemporáneo sigue siendo, al igual que la pintura y la escultura tradicionales, socialmente anodino, aunque pueda estar provisto de complejidades estéticas y conceptuales.
¿Qué ocurriría en caso de que las acciones de Otero Alcántara no se entendiesen como manifestaciones del arte contemporáneo? Supongo que los procedimientos legales serían todavía más embarazosos y más difíciles de justificar ¿Cuál podría ser el delito de lucir un casco de constructor con un letrero que alerte sobre derrumbes o besar a su pareja como parte de una protesta colectiva contra la censura de una escena fílmica? Bajo el régimen cubano no son las imágenes artísticas que se exponen en las galerías -donde las críticas al poder están hasta cierto punto consentidas- las que resultan perturbadoras. Las creaciones verdaderamente inquietantes son aquellas en las que se difuminan las distinciones entre el arte y la vida cotidiana, las que se apoyan en las posibilidades de socialización que admiten actos efímeros, a los que, con un poco de ingenio, pudieran atribuírseles sentidos menos convencionales. No haría falta ser un egresado de las escuelas de arte o estar familiarizado con las complejidades conceptuales del arte contemporáneo para realizar este tipo de obras. La frase de Joseph Beuys “cada hombre, un artista” deviene en una declaración política porque los aparatos represivos del Estado la perciben -seguramente con razón- como una amenaza potencial contra el orden imperante.
Hace solo unos pocos años, el gobierno aspiraba a controlar las calles (me imagino que los servicios de inteligencia sobrentendieran que la gran mayoría de los cubanos maldicen a la alta dirigencia del país en el espacio privado). Ahora es la estética relacional lo que la policía política enfrenta prioritariamente. Incluso unos amigos que organicen un evento artístico en un espacio doméstico podrían desestabilizar peligrosamente el funcionamiento de la sociedad. Estas amenazas parecen más temibles que las actividades que preparan los grupos políticos opositores, que acuden a formas de protesta más predecibles y convencionales. En el contexto cubano la estética relacional tiene mucho de explosiva. Solo dentro de los circuitos de distribución controlados por el Estado -en los que las instituciones culturales ofrecen la recompensa de acceder al mercado internacional- el impacto social del arte contemporáneo sigue siendo, al igual que la pintura y la escultura tradicionales, socialmente anodino, aunque pueda estar provisto de complejidades estéticas y conceptuales.
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