16/12/19

Utopía para realistas.


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El país de Jauja (detalle), Pieter Brughel el Viejo, 1567



Si un campesino italiano del año 1300 pudiese viajar en el tiempo y llegar hasta el presente, es posible- afirma el historiador holandés Rutger Bregman-que crea haber arribado al País de Jauja. Aquella tierra de la abundancia donde -como le dice Panarizo a Mendrugo en uno de Los Pasos de Lope de Rueda- hay  árboles de tocino, con hojas  de pan fino, y frutos de buñuelos que caen en el río de la miel, diciendo: «máscame, máscame». 

Igualmente cabría conjeturar que si un hombre del siglo XXI consiguiese de algún modo desplazarse hacia la utopía que propone Bregman, no es improbable que pensara estar visitando una versión contemporánea del País de Jauja medieval.  En su Utopía para realistas, se trabajaría quince horas a la semana, cada persona recibiría, gratuitamente, como un derecho, un ingreso básico universal; es decir, una suma de dinero con la cual pudiera saciar sus necesidades fundamentales sin verse forzado a invertir su tiempo en un empleo que no fuese de su agrado. Las fronteras nacionales estarían abiertas a cualquier inmigrante y los avances científicos conseguirían sustituir gran parte de la fuerza laboral. Entonces sería preciso disminuir y redistribuir las horas de trabajo. 

He leído el libro Utopía para realistas con una mezcla de entusiasmo y escepticismo. Ni siquiera Elizabeth Warren y Bernie Sanders, cuyas promesas parecen ser poco realistas o cuando menos difíciles de implementar, han llegado a proponer ideas semejantes. A diferencia de los candidatos demócratas, Bregman no está sujeto a presupuestos, ni a críticas de los adversarios, ni a las reticencias del gran capital. Tampoco tiene que elaborar un plan de reformas fiscales que sea más o menos plausible. Bregman construye, sin las limitaciones que deben encarar los políticos estadounidenses, lo que considera una utopía posible dentro del capitalismo contemporáneo. Cree -al igual que Sanders, Warren y gran parte de los seres humanos-, que las sociedades contemporáneas cuentan con suficientes recursos materiales y tecnológicos como para llevar a cabo una redistribución de las riquezas y reducir drásticamente las desigualdades económicas. Cree también, a diferencia de Sanders y Warren, en el pragmatismo de regalar el dinero. Sostiene que ofrecer un ingreso básico universal pudiera ser más rentable que las cuantiosas sumas que en la actualidad se invierten en programas para contrarrestar la pobreza. En definitiva, el pobre necesita dinero en efectivo con mucha más urgencia que los bienintencionados paliativos que se le ofrecen en asistencia médica, albergue, ayuda psicológica, educación, alimentación, rehabilitación, desintoxicación o reinserción en la fuerza laboral (unas ayudas que frecuentemente implican gastos excesivos en gestiones burocráticas, propician malversaciones de los fondos, evasiones del fisco y no siempre son debidamente aprovechadas por los necesitados). También, como otras maneras de economizar, el dinero gratis disminuiría los gastos para combatir la delincuencia y contribuiría a solucionar muchos otros malestares.
 Sus argumentos sobre el ingreso básico universal se basan en experimentos históricos que demostraron ser exitosos, si bien tal vez resulten insuficientes. Dichos ensayos han conseguido evidenciar que los seres humanos son proclives a trabajar y a prosperar económicamente, incluso cuando tengan garantizadas sus necesidades más elementales. El proyecto de regalar el dinero, por descabellado que pueda parecer a primera vista, pudo haberse emprendido desde hace varias décadas. Entre 1969 y 1971, la administración de Richard Nixon estuvo a punto de consagrarlo legalmente, como una alternativa destinada a erradicar la pobreza. El presidente era un decidido partidario de la idea. La iniciativa, sin embargo, a pesar de contar con un amplio apoyo en la prensa y de haber sido aprobada por el Congreso, fue rechazada en el Senado, por aquel entonces de mayoría demócrata, bajo el argumento de que era posible negociar ayudas mayores. 
El libro de Bregman está teniendo un impacto que va más allá del mundo editorial. Ahora mismo, en Stockton, California, tal vez como un resultado de la lectura de Utopía para realistas, se está poniendo en práctica el experimento de regalar 500 dólares mensuales a un grupo de 125 personas, todos al nivel o por debajo de los ingresos promedios de la ciudad. Este ensayo se mantendrá por 18 meses y de ser exitoso podría hacerse extensivo a grupos mayores.
Utopía para realistas es un libro que tiene el mérito de suscitar preguntas, aunque estas no puedan despejarse con facilidad. Habría que ver si los experimentos aislados que comenta Bregman serían igualmente promisorios en caso de que se implementaran entre grupos sociales más amplios, y si esos ensayos pudieran sostenerse financieramente por un periodo prolongado de tiempo. Tampoco resulta claro cómo podría realizarse la redistribución de las riquezas, ni cuáles serían las funciones del Estado en esta empresa. Ni siquiera hay manera de saber exactamente cuáles son o bajo qué parámetros se acordarían los montos correspondientes a esos ingresos universales básicos. 
De cualquier manera, y por desgracia, no parece que la Utopía de Bregman vaya a ocurrir a corto plazoNo hemos llegado todavía a ese mundo donde la robótica y la informática estén en condiciones de abastecer a una población cada vez más numerosa y haga superflua la mano de obra de los seres humanos. Tampoco parece, por muy aceleradamente que se estén produciendo los avances tecnológicos, que esa meta pueda alcanzarse en un futuro inmediato. De momento -y lamentablemente- habrá trabajos poco gratos, mal remunerados e imprescindibles, que seguramente muchas personas no estarían dispuestas a realizar, a no ser bajo abrumadoras presiones económicas. 

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