14/10/13

Los hijos malcriados de la democracia

Como la mayoría de las personas, solo conozco de manera muy rudimentaria los pormenores del llamado Obamacare. Desde su propio nacimiento, la falta de claridad, unida a la escasa información y a las tergiversaciones de sus adversarios, han sido uno de los lastres –no el único- de esta ley. Sin embargo, por lo poco que sé, me encuentro entre sus beneficiarios. Soy uno de los cuarenta y tantos millones de norteamericanos o residentes que podrán disponer de un seguro médico que sea eventualmente costeable o que al menos guarde una relación proporcionalmente aceptable con mis ingresos anuales. Además, el Affordable Care Act suprimió la abominable práctica de encarecer los seguros médicos –o denegarlos- a personas que padezcan lo que se conoce como “pre-existing conditions”, una categoría abierta a las más inescrupulosas especulaciones de las compañías aseguradoras.

Las predicciones sobre el eventual desastre económico que provocará la reforma sanitaria son no menos confusas que la propia ley. Por lo pronto, no pasan de ser meras conjeturas, muchas de ellas probablemente exageradas, aunque hayan desatado mucho más ruido que la hecatombe financiera que representó la guerra en Irak para la economía estadounidense.  Lo que en modo alguno puede discutirse es que costos de la salud actuales son exorbitantes. El sistema que los políticos conservadores más radicales se empecinan en apuntalar es un engendro, económicamente opresivo, incluso para muchos de los que poseen el privilegio de un seguro médico.

Los detractores del Affordable Care Act no parecen reparar en un imperativo ético que la sociedad norteamericana ha tardado demasiado en saldar: era inmoral que aproximadamente un quince porciento de la población–sin incluir a los inmigrantes ilegales, que siguen siendo dramáticamente excluidos del Affodable Care Act- careciese de seguro médico en la potencia más poderosa del planeta.

Los políticos del Tea Party y del ala conservadora republicana se indignan ante la exigencia de que cada ciudadano tenga que adquirir un seguro médico. La idea de que el gobierno fuerce a comprar algún tipo de póliza les parece un golpe a la democracia y a las libertades individuales. Pero el método al que han acudido para sabotear el Affordable Care Act es un atentado sin precedentes contra los valores democráticos que dicen defender. Los republicanos aspiran a imponer un modo despótico de hacer política. Se apoyan en un abuso del poder legislativo que con toda razón ha sido tildado de secuestro.  Los rehenes no son solo los empleados del gobierno federal y todas las otras empresas e individuos que de algún modo dependen del funcionamiento de los programas e instituciones gubernamentales; sino también, según coinciden la mayoría de los analistas, la economía mundial. Todo el planeta queda alarmantemente expuesto a las maniobras políticas de un grupo de congresistas que han evidenciado ser totalmente irresponsables.

Hoy no parece haber dudas de que esta tentativa de secuestro fue desde un inicio desacertada. Pero se trata de una práctica que no es ajena al tipo de negociaciones que suelen proponer los republicanos y la propia iniciativa parece derivarse de la debilidad de Barack Obama, frecuentemente inclinado a satisfacer cualquiera de las demandas de sus opositores. Este comportamiento complaciente condujo a la pérdida de escaños de los demócratas en el Congreso, una vez que la opinión pública pudo constatar cuán vacilantes eran los representantes del partido que tenía el cometido de aliviar el descontento generalizado hacia las clases políticas. Con sus concesiones, a veces lacayunas, Obama no solo propició el ascenso de Tea Party al Congreso, sino que también inspiró esta nueva iniciativa de los legisladores republicanos.  

La situación actual es exasperante. Las tentativas por llegar a un acuerdo avanzan con lentitud y, por lo pronto, no pasan de ser meras pantomimas, destinadas a paliar el malestar generalizado. El partido republicano ha sido el principal castigado por las encuestas. La opinión pública norteamericana e internacional ejercen presiones; pero basta ver cualquiera de las intervenciones recientes de Ted Cruz para percibir cuán inspirado y triunfal se siente el senador de Texas. La impopularidad de su maratónico discurso no hizo mella sobre sus convicciones. Por el contrario, parece haberse convertido en un incentivo, comparable al de estrellas pop como Miley Cyrus, que se divierten con la idea de escandalizar a los medios.  Los republicanos más conservadores  contaban con recibir el rechazo de amplios sectores de la población y la propia parálisis y disfuncionalidad del gobierno se corresponde con sus objetivos políticos. Esta indiferencia ante la impopularidad y el sentimiento de implementar una agenda política les permite actuar de forma aventurera, sin vacilar ante la inminencia de un desajuste económico mundial, ni ante los elevados costos económicos –estimados en 300 millones de dólares diarios- de la crisis de gobernabilidad que han puesto en marcha. 

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