Como la
mayoría de las personas, solo conozco de manera muy rudimentaria los pormenores
del llamado Obamacare. Desde su propio nacimiento, la falta de claridad, unida
a la escasa información y a las tergiversaciones de sus adversarios, han sido
uno de los lastres –no el único- de esta ley. Sin embargo, por lo poco que
sé, me encuentro entre sus beneficiarios. Soy uno de los cuarenta y tantos
millones de norteamericanos o residentes que podrán disponer de un seguro
médico que sea eventualmente costeable o que al menos guarde una relación proporcionalmente
aceptable con mis ingresos anuales. Además, el Affordable Care Act suprimió la
abominable práctica de encarecer los seguros médicos –o denegarlos- a personas
que padezcan lo que se conoce como “pre-existing conditions”, una categoría
abierta a las más inescrupulosas especulaciones de las compañías aseguradoras.
Las
predicciones sobre el eventual desastre económico que provocará la reforma sanitaria
son no menos confusas que la propia ley. Por lo pronto, no pasan de ser meras
conjeturas, muchas de ellas probablemente exageradas, aunque hayan desatado mucho más
ruido que la hecatombe financiera que representó la guerra en Irak para la economía
estadounidense. Lo que en modo alguno puede
discutirse es que costos de la salud actuales son exorbitantes. El sistema que los políticos conservadores más radicales se
empecinan en apuntalar es un engendro, económicamente opresivo, incluso para
muchos de los que poseen el privilegio de un seguro médico.
Los
detractores del Affordable Care Act no parecen reparar en un imperativo ético
que la sociedad norteamericana ha tardado demasiado en saldar: era inmoral que
aproximadamente un quince porciento de la población–sin incluir a los
inmigrantes ilegales, que siguen siendo dramáticamente excluidos del Affodable Care Act-
careciese de seguro médico en la potencia más poderosa del planeta.
Los
políticos del Tea Party y del ala conservadora republicana se indignan ante la
exigencia de que cada ciudadano tenga que adquirir un seguro médico. La idea de
que el gobierno fuerce a comprar algún tipo de póliza les parece un golpe a la
democracia y a las libertades individuales. Pero el método al que han acudido
para sabotear el Affordable Care Act es un atentado sin precedentes contra los valores democráticos que dicen defender. Los republicanos aspiran a imponer un modo despótico de hacer política.
Se apoyan en un abuso del poder legislativo que con toda razón ha sido tildado de
secuestro. Los rehenes no son solo los empleados del
gobierno federal y todas las otras empresas e individuos que de algún modo
dependen del funcionamiento de los programas e instituciones gubernamentales;
sino también, según coinciden la mayoría de los analistas, la economía
mundial. Todo el planeta queda alarmantemente expuesto a las maniobras
políticas de un grupo de congresistas que han evidenciado ser totalmente
irresponsables.
Hoy no
parece haber dudas de que esta tentativa de secuestro fue desde un inicio desacertada.
Pero se trata de una práctica que no es ajena al tipo de
negociaciones que suelen proponer los republicanos y la propia iniciativa
parece derivarse de la debilidad de Barack Obama, frecuentemente inclinado a
satisfacer cualquiera de las demandas de sus opositores. Este comportamiento complaciente
condujo a la pérdida de escaños de los demócratas en el Congreso, una vez que la
opinión pública pudo constatar cuán vacilantes eran los representantes del
partido que tenía el cometido de aliviar el descontento generalizado hacia las
clases políticas. Con sus concesiones, a veces lacayunas, Obama no solo propició el ascenso de
Tea Party al Congreso, sino que también inspiró esta nueva iniciativa de los legisladores republicanos.
La
situación actual es exasperante. Las tentativas por llegar a un acuerdo avanzan
con lentitud y, por lo pronto, no pasan de ser meras pantomimas, destinadas a
paliar el malestar generalizado. El partido republicano ha sido el principal
castigado por las encuestas. La opinión pública norteamericana e
internacional ejercen presiones; pero basta ver cualquiera de las
intervenciones recientes de Ted Cruz para percibir cuán inspirado y triunfal se
siente el senador de Texas. La impopularidad de su maratónico discurso no hizo
mella sobre sus convicciones. Por el contrario, parece haberse convertido en un
incentivo, comparable al de estrellas pop como Miley Cyrus, que se divierten con la idea de escandalizar a los medios. Los
republicanos más conservadores contaban con recibir el rechazo de
amplios sectores de la población y la propia parálisis y
disfuncionalidad del gobierno se corresponde con sus objetivos políticos. Esta
indiferencia ante la impopularidad y el sentimiento de implementar una agenda
política les permite actuar de forma aventurera, sin vacilar ante la inminencia
de un desajuste económico mundial, ni ante los elevados costos económicos –estimados
en 300 millones de dólares diarios- de la crisis de gobernabilidad que han
puesto en marcha.
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