I
Los
vínculos entre arte y filosofía pertenecen con todo derecho a la Historia del Arte.
La escultura, la pintura y la arquitectura se relacionaban con el pensamiento
filosófico por medio de esa disciplina tradicional -que hoy nadie sabe a ciencia cierta qué propósito tiene o con qué categorías pudiera operar- llamada
Estética. Las formas artísticas, y no tanto los contenidos de las imágenes, supuestamente reflejaban las estructuras
de pensamiento de su tiempo. Este era uno de los lugares comunes con los que
operaba la Historia del Arte. Eso no quería decir que el artista fuese un
filósofo, si bien en determinados momentos históricos los artistas figuraron
entre los grupos ilustrados de la sociedad. En el Renacimiento, por ejemplo, un
pintor debía estar más o menos familiarizado con Dante, Ovidio, Plótino y
Ficcino, además de con los Evangelios. Pero su prestigio se debía fundamentalmente
al dominio de las técnicas pictóricas, a sus habilidades –a menudo endiosadas
por la clientela de banqueros y aristócratas- y también a su temperamento, a
veces huraño, melancólico o solitario, mitificados como evidencias de su
‘genialidad’. Posteriormente, sobre todo a partir del Romanticismo, el artista encarnó
en la figura del rebelde que despreciaba, con su amor por sus creaciones y su
vida bohemia, el pragmatismo y el mal gusto burgueses. Un artista que leía a
los novelistas de su tiempo y sentía afinidades con los poetas, pero que
igualmente vivía inmerso en las transgresiones de su propio arte, en sus
rechazos a las convenciones sociales y en sus enfrentamientos contra la
academia.
Desde al menos finales de los años cincuenta, esta situación ha variado drásticamente. Es
cierto que el artista de hoy tiende a oponerse a la academia decimonónica y a
los reductos de la moral y el conservadurismo político. Pero en dicho rechazo
parece existir un poco de inercia ya que los prejuicios y muros que
tradicionalmente enfrentaba el arte han quedado pulverizados o son ampliamente repudiados. Para los creadores
contemporáneos, al igual que sus predecesores de hace dos siglos, la academia
sigue estando asociada con el conservadurismo político, las visiones morales
retrógradas y los gustos de las clases pudientes. Esta voluntad
antiacademicista dificulta apreciar que el artista contemporáneo es, en
realidad, un académico. Solo que un académico distinto al que se formaba en las tradicionales escuelas de Bellas Artes.
La nueva academia del artista es la Universidad. Es allí donde el arte se fusiona con el pensamiento actual. Si el arte
del pasado reflejaba estructuras del pensamiento de su tiempo, en la actualidad
el arte parece diluirse en las orientaciones teóricas que se gestan en los centros universitarios.
En sentido general es en las instituciones de la enseñanza superior donde los
artistas se familiarizan con el post-estructuralismo y la desconstrucción, con
las vertientes feministas, post-feministas y post-coloniales. Los estudiantes de
arte comparten el mismo discurso teórico que los antropólogos, los sociólogos y
los críticos literarios. Solo los distingue –y no es poca cosa- el hecho de
apelar a imágenes visuales y a los propios discursos sobre el arte, sin dejar
de servirse de las palabras, que se han vuelto imprescindibles hasta el punto
de que el arte ya no puede desligarse de ellas. Hace casi cinco décadas,
en 1965, Harold Rosenberg afirmaba que una obra de arte era una especie de
centauro, mitad palabra, mitad sustancia visual. Hoy sigue siendo así, pero a esto hay que agregar que el
artista es una especie de híbrido entre el profesor universitario y la estrella
mediática.
Por lo
general, salvo contadas figuras como el pensador esloveno Slavov Zizek, los
académicos viven encerrados en los predios universitarios, participan
eventualmente en congresos y coloquios que casi nunca llaman la atención del
gran público y dan a conocer libros que tienen un reducido círculo de lectores, como
mismo son pocos los que se toman la molestia de revisar las revistas universitarias donde aparecen los ensayos académicos. El artista
contemporáneo, a diferencia de sus colegas universitarios, aspira a servirse de
las metodologías que le proporciona la academia y del arsenal del pensamiento
teórico, para producir obras que, en última instancia debieran fundirse a la
vida o tal vez encontrar un espacio en el mercado de arte. Cuando las imágenes
artísticas se discuten y exhiben en el espacio universitario es porque ya han conseguido algún tipo de impacto fuera de las instituciones de enseñanza
superior, han salido de las aulas para entrar en el museo, en las discusiones
de la crítica, en los escándalos mediáticos. El artista es una especie de hijo
pródigo de la universidad.
II
En el
entorno académico suele hablarse de ‘mala escritura’. Una voluminosa cantidad
de textos universitarios pudieran caer en esta categoría, es decir, una jerga
nebulosa, frecuentemente petulante e incomprensible, que ni los propios colegas
consiguen digerir y que se exponen en eventos académicos donde el reducido
público se desorienta, se desconcentra o se aburre.
Los
artistas parecen estár dispensados de la ‘mala escritura’. Al cabo lo que hacen es una
labor que puede ser poética, lúdica, o hasta una parodia de la propia mala
escritura, y no tiene por qué estar supeditada al rigor de las citas ni las
demostraciones teóricas, como supuestamente debieran estarlo los textos
académicos. El artista se sirve de la jerga teórica con absoluta libertad, como
un material más a su disposición, que complementa con otros muchísimos
recursos, como un video de canales múltiples, un collage o una fotografía. Y el
público conviene, aunque sea de manera inconsciente, en que es precisamente ese
hermetismo del lenguaje académico el que distingue a las creaciones artísticas
de las producciones mediáticas, que con sus soluciones enlatadas carecerían de
la intencionalidad, más o menos compleja que proporciona el arte.
Esta
irrupción, por medio de las imágenes visuales, de los discursos académicos en
el espacio de la vida cotidiana y las instituciones de arte plantea complejos problemas de comunicación. Las
imágenes artísticas son muy heterogéneas –las creaciones recientes incluyen
sonidos, ruidos, olores, reacciones del visitante, imágenes en movimiento,
conexiones al internet, video-juegos, performances y hasta la combinación de
varios de estos efectos- si se las compara con la palabra escrita o hablada de las que dependen los otros discursos académicos. El público tiene que vérselas
con un lenguaje donde se abordan cuestiones teóricas complejas, superpuestas a
problemas inherentes al propio devenir del arte y expresadas a través de medios
y estructuras narrativas no
convencionales.
El ambiente universitario
es, en comparación con el campo artístico, mucho más cerrado al exterior y menos
variado desde el punto de vista de sus lenguajes formales. Esto seguramente presenta enormes inconvenientes, pero posee al menos una ventaja.
En la universidad, gracias al papel protagónico del texto, existen todavía
maneras de ejercer la autocrítica. El
término mala escritura puede establecerse con respecto a un ideal, que cabría
llamar ‘buena escritura’ y cuyo
paradigma alguien ha localizado en una breve arte poética de David Hume.
Todavía la academia posee métodos para afirmar los límites estéticos de sus
discursos. En el arte contemporáneo no ocurre así.
El arte se
ha vuelto tan diverso y tan creativo que ha perdido sus sedimentos y sus puntos
de referencia. Y el público parece estar totalmente despistado. Las creaciones
pueden ser motivo de risa, debido a su dificultad de comprensión, pero también gracias
a su excesiva sencillez. La burla, sin embargo, parece contener el
reconocimiento de la ignorancia propia, la culpa de no ser lo
suficientemente sofisticados o abiertos hacia lo nuevo. Si da risa que un tareco
cualquiera sea considerado una obra de arte, en realidad también nos estamos
burlando de nuestra propia incapacidad para comprender cuáles son las cualidades
artísticas que se le atribuyen a dicho mamarracho. Por medio de la risa se pretende ser
desenfadado ante el miedo de parecer reaccionario, poco perspicaz, carente de
sofisticación o no estar lo suficientemente al
tanto de los problemas que plantea el arte. Damien Hirst ha sabido aprovechar este
comportamiento social contradictorio. Mientras más uno lo considere
un embustero o un oportunista, mientras más irrelevantes y facilistas nos parezcan
sus obras, más difícil nos resulta entender a qué se debe su aceptación en el
mercado. Decir que Hirst es un farsante y denunciar el engranaje mediático que
hay detrás de sus trabajos, es un modo de confesar que no podemos comprender –como
aparentan hacerlo los museos y las prestigiosas galerías que lo representan- ni
los resortes propagandísticos que mueven su obra, ni en qué
consiste la importancia que se le confiere a sus trabajos. Menos aún estamos en
condiciones de explicar por qué nos parece que Hirst es un timador y cualquier otro artista
contemporáneo no lo es.
El discurso
universitario al trasladarse al ámbito artístico y al alcanzar una libertad morfológica
desorbitante, establece una manera de comunicación perversa. Tanto el público,
como los artistas, los curadores y los que pasan por expertos, concuerdan en voz baja en que ‘entienden que
no entienden’. Pero es un acuerdo tácito que conviene enmascarar de algún modo,
sea mediante la risa o la interpretación más o menos improvisada y plausible.
Uno pudiera
pensar que debiera hablarse de algo análogo a la mala escritura en el reino de
las artes visuales, pero esa tarea, por muy imperiosa que sea, es cada día
menos posible ya que cualquier paradigma que trate de tomarse como punto de
referencia tiene el aire de una limitación, de un enfoque retrógrado, subjetivo
o impresionista. ¿Cómo podría demostrarse que una obra de arte contemporánea es
mala, en el sentido en que existe una ‘mala escritura’? El arte actual ha
imposibilitado, gracias a sus aperturas ilimitadas, la crítica negativa y la
posibilidad de ejercer la auto-crítica. En tal sentido el arte ha llegado a un
punto muerto, donde gestos transgresores se
re-presentan y reciclan como una novedad que es, al mismo tiempo, un síntoma de
desgaste. Arte del pasado transformado no en un academicismo –contra el que
sería posible enfrentarse- sino en un vagar perpetuo, compuesto de re-ediciones incesantes, un
espectáculo donde, por paradoja, las poéticas personales de los artistas se
vuelven triviales, debido a su excesiva complejidad, ahogadas y anuladas en un
sinnúmero de propuestas no menos complejas y transgresoras.
Antes uno
podía seguramente hablar de conocedores, incluso cuando el conocedor –como
Clement Greenberg- se confiara a sus primeras impresiones. El instinto de
Greenberg le diría, en un abrir y cerrar de ojos, si estaba ante una obra
verdaderamente lograda o ante una pintura carente de valores artísticos. Hoy me
temo que podría ser presuntuoso declararse ‘conocedor’ del arte contemporáneo,
por muy informado que uno se mantenga. Ante el arte actual tendríamos que confesar
un socrático “solo sé que no sé nada” y no es muy importante si se dice de un modo irónico o no.