
I
Alguna vez, en la Habana, leí en el libro Shakespeare, nuestro contemporáneo, del ensayista polaco Jan Kott, que la bibliografía sobre Hamlet era de una longitud equivalente a dos veces la guía telefónica de Varsovia. Nunca, continuaba Kott, se ha escrito tanto sobre una persona real de Dinamarca que como se ha hecho sobre este príncipe ficticio. Ahora bien, el libro de Kott se publicó inicialmente en 1964, dos años antes de que el autor emigrara a los Estados Unidos. Cabe sospechar que la lista que consultó no era del todo exhaustiva. Tal vez faltaran autores de muchos lugares del planeta. Quizás algún intelectual sudanés, o alguno boliviano, o un ensayista japonés no estuviesen en la lista. ¿Cuán larga podría ser esa bibliografía en la actualidad, casi medio siglo más tarde? Hoy, que en un solo día, tal vez incluso en unas pocas horas, se publica cuantitativamente mucho más de lo que apareció en todo el siglo XIX junto. ¿Quién tendría tiempo para leer siquiera los títulos y los nombres de los autores que alguna vez hicieron alguna interpretación de la tragedia shakepereana? ¿Quién podría asegurar que es especialista no ya en Shakespeare, sino en Hamlet?
II
Entro en una de las inmensas librerías newyorkinas sólo para constatar –para mi vergüenza- cuán poco informado estoy sobre la novela y la poesía contemporáneas. Conozco los nombres de algunos autores. Con fortuna, podría jactarme de haber leído dos o tres de los libros que aparecen en la sección de novedades, o tal vez he visto las adaptaciones cinematográficas. Ese placer del encuentro con lo familiar debo ir a buscarlo a otros estantes, donde están los autores clásicos, por cierto, a precios mucho más módicos que las novelas de las últimas décadas.
III
Hace diez años, cuando visité New York por primera vez pensé que podría hacer un esfuerzo y asistir a todas las exposiciones que se celebraban en la ciudad. No recuerdo exactamente dónde encontré la cifra de 814 galerías. Esto sin contar los museos y las exhibiciones que tienen lugar en espacios públicos o en los teatros y los restaurantes. En los años sesenta, cuando Warhol instaló su Factory en un edificio de la 47th Street, podía decirse que New York era el centro hegemónico del arte. Conocer el arte que se gestaba en New York era llevarse una visión de lo más novedoso que se producía a escala mundial. Ahora New York continúa evidentemente divulgando el arte avanzado; pero ya ha perdido su carácter dominante. En la actualidad otros centros culturales del planeta producen un arte tan a la altura de nuestro tiempo como el que se hace en la Gran Manzana. Las visitas al Whitney, en el MoMA o en el New Museum no serían suficientes para proporcionar una visión panorámica del arte contemporáneo, de sus nuevas figuras o tendencias. Mantenerse al día en lo que sucede en las artes visuales de hoy es poco menos que imposible. Habría que estar en varios lugares simultáneamente, asistir en todo momento a nuevas inauguraciones, revisar numerosísimas revistas de arte, etc.
IV
Creo que, en definitiva, estos son signos alentadores. Devuelven no pocas libertades. Liberan de la servidumbre de “especialización” –e incluso de la supuesta autoridad de un “especialista”. El espectador dispone de una libertad mayor para tomar lo que le venga en gana, sin prejuicios que le hagan pensar, por ejemplo, que la pintura es anticuada, o que tal tendencia está pasada de moda, etc. Para el creador también implica dejar a un lado sus ambiciones de trascender o de pasar a la historia porque no sólo la historia, sino el propio presente se ha desintegrado y tendría que pensarse más allá de fronteras nacionales o regionales. El arte cumple una función mucho más modesta de autoexpresión, de contacto con el ahora, con un determinado público o de inscribirse dentro de una polémica –sea estética o política- que tendría una importancia meramente circunstancial, limitada a un contexto muy específico.